Me enteré hace unos días de la desagradable noticia que, próximamente, derribarían la muy entrañable Iglesia de San Juan de Nieva. No tengo palabras para describir una barbarie de ese calibre, y tal perece que los edificios construidos en la segunda mitad del siglo XX carecen de valor y significado alguno para un puñado de inútiles responsables de la comarca y arzobispado. En otras comunidades respetan hasta las chimeneas de las viejas fábricas cuyo valor artístico es mínimo, pero representan algo más que cuatro ladrillos. No podían haber dado otras alternativas, ¿Museo naval?, ¿Museo maquinaria puertos marítimos?. El nudo que tengo en la garganta me traslada a la década de los 50, cuando Ignacio Álvarez Castelao (Arquitecto de la Junta de Obras del Puerto por esa época) diseñó el edificio cuyo parecido singular en forma de barco invertido mostraba signos vanguardistas y el futuro de un profesional como la copa de un pino. Diez años más tarde, aún con pantalones cortos, disfruté a lo grande por esos arcos llenos de recuerdos con José Alfredo el del bar Cabo Peñas, Manolín el del Ribadense, mi amiga inseparable María José y otros cuya amistad y compañía me hacían trasladarme desde Avilés a San Juan en un santiamén con la única excusa de visitar a mi primo Miguelín. San Juan de Nieva, además de ser mi lugar de nacimiento, siempre lo recordaré como la casa de mis abuelos, la fábrica de emulsión asfáltica y aglomerado de mi familia, la procesión de la Virgen del Carmen, las casas de madera, los desguaces, el olor al negro carbón y las extraordinarias cenas de pescado en los bares de la zona dónde todavía se escucha entremezclado con los chirridos de los cables de las grúas, el crujir de los bocartes en contacto con el aceite de las sartenes. No he conocido todavía un manjar más exquisito, aunque tenía cierta crueldad, ya que eran extraídos vivos, sin miramientos, de los depósitos de agua de mar que disponían los barcos pesqueros para realizar su campaña costera, y en su regreso pasaban directamente a la sartén y posteriormente al plato. Mi abuela decía que no podíamos tomar agua con ese tipo de pescado, y eso me conllevó un día a probar vino peleón cuyo efecto me produjo un monumental mareo en mi regreso hacia Avilés, y francamente más que un tranvía parecía la motora de Panizo, y sus movimientos olas de ocho metros. Los barcos para San Juan de Nieva significaron siempre la vida de un municipio cuyo puerto y sus gentes trabajaron sin descanso para dar salida a las materias primas y posteriormente productos elaborados que se fabricaban en las empresas asturianas. La decadencia del carbón significó, al igual que para San Esteban de Pravia, la muerte progresiva de algo que ya estaba anunciado con las mejoras del Musel, y que hace muchos años ya lo pronosticaba Raulín, el de las quince letras, cuando a plena voz lanzaba maldiciones y blasfemias contra todo aquel que suponía que quería llevarse los barcos para San Esteban. Quien le iba a decir a Castelao que su espectacular templo acabaría desacralizado, conviviría con pilas de carbón y hasta podría ser sustituto de unos simples y vulgares almacenes. De verdad no somos capaces de darnos cuenta de todas las barbaridades que estamos cometiendo, o por el contrario es el destino el que nos ofrece sin miramientos actos que no tienen sentido. Si se trata de esto último tendría una explicación, en caso contrario, Dios nos coja confesados cuando vuelvan a sonar las campanas.
Saludos
Miguel Sánchez del Río González-Anleo