los sentimientos y recuerdos almacenados en la memoria interior de nuestra alma relacionados con la persona que nos trajo al mundo, sin otro ánimo que cumplir con los derechos de madre y esposa bajo el amor infinito que, en esos momentos, le otorgaba su propia decisión.
Difícil es también, poder igualar la descripción inimitable que nuestro Bernardino Guardado realizó sobre nuestra madre en su libro “Xente y barrios de Avilés”.
Pero aventura y dificultad, quizás sean las dos razones por las cuales me llevaron a cumplir con este reto de poder dedicarle unas palabras después de tanto tiempo, además se lo debo.
Por ella, por mi querida madre Matucha emprender cualquier esfuerzo es insignificante comparado con lo que ella hubiera hecho por mí, pues lo dio todo en esta vida y se merece mucho más.
Recordándola en cada momento ya se que no es suficiente, pero supone para mí una continua dosis de cariño, ánimo y esperanza de que algún día pueda decirle personalmente lo maravillosa que era.
Su insuperable alegría, saber hacer y practicante incansable de la amistad la colocan en el pedestal más alto que una persona puede alcanzar. Heredó de las cafetías de Castropol la sonrisa, la fluidez de las palabras y el cariño hacia los demás, sin esperar de ellos cualquier tipo de agradecimiento.
Pasé junto a ella los momentos más felices de mi vida; nunca nos falto una caricia, ni un buen consejo en los momentos más embarazosos, y además conseguía, con mucha facilidad, hacernos reír en los instantes que reinaba cualquier tipo de desgracia o acontecimiento desagradable.
Parecía conocer su destino, pues aprovechó cada minuto para demostrarnos que la vida tiene muchos alicientes, y no solo es el trabajo, el dinero y el egoísmo propio el que dirige a la sociedad. No digo ya en un futuro, sino en un presente hacia la soledad, hacia la rotura drástica de las tradiciones familiares y lo peor de todo, hacia la destrucción de los valores humanos.
Acosada por los males de la época, su vida se fue apagando poco a poco como un largo atardecer, y en la víspera de la noche de San Juan el fuego de las hogueras nos la llevó, no sin antes describirnos con todo detalle su corta, pero intensa vida, desde su final hasta sus juegos y cantos infantiles en su entrañable Figueras.
En mis viajes a Avilés todavía anhelo el momento de tomar contacto con sus brazos abiertos esperando mi llegada, pero la ilusión se desvanece cuando diviso las primeras casas de Versalles. No todo son desilusiones, pues los rescoldos de las brasas de la noche espiritual todavía guardan el calor familiar en la figura de mi hermana, la cual ha sabido mantenerlo vivo de tal forma que su presencia hace más liviano extrañar la ausencia física de mi querida madre.
Saludos
Miguel Sánchez del Río González-Anleo