Los principales artistas se reunían todos los días para hacer de la noche madrileña un elemento más de diversión para todos los aficionados y turistas que buscaban unos momentos de relajación.
En aquella época mi curiosidad me dio la oportunidad de distraer por unos instantes al uniformado portero y poder observar tras las cortinas de terciopelo rojo todo lo que allí pasaba. Tal circunstancia nunca podría haber ocurrido sino fuera porque en el ático de ese exquisito edificio vivía la familia Gonzalez-Anleo y yo estaba bajo su tutela para tratar alguna de mis dolencias en la clínica Doctor Jiménez Díaz. Durante todo ese tiempo, aproveché lo mejor posible para conocer la capital y sus cercanías, gracias a las múltiples visitas turísticas que realizábamos todos los fines de semana, y cuyos itinerarios previamente planificados iban desde Sierra Nevada, pasando por el Alberche, Ávila, o cualquier otro pueblo que tuviera algún tipo de interés.
Cada viaje tenía su propio misterio, pues Paco nos acojonaba con las historias de Drácula cada vez que se divisaba un castillo por el horizonte. El Topolino de Paco ya tenía los días contados y alguna vez nos tocó empujar en la cuesta de las perdices, lo que conllevó a un rápido cambio por un flamante Seat 600.
Toda la familia se volcó en mí, y me integré en sus vidas como si de un miembro más se tratara. La vivienda que habitaba disponía de todas las comodidades, y por estar en Madrid tenía su portero tradicional, su ascensor de perfiles de hierro forjado y maderas nobles; a pesar de ello, cada semana nos dejaba aleatoriamente entre dos pisos. En la entrada del piso un magnífico salón con chimenea nos mostraba en sus paredes interesantes cuadros de paisajes de Figueras, enfrente estaba el comedor con una larga terraza cuyas impresionantes vistas exaltaban aun más la grandeza de la ciudad.
Avanzando por el pasillo te encontrabas a la izquierda con la habitación de Paquín, y a la derecha el dormitorio de las niñas y la del matrimonio. Enfrente estaba la cocina y a continuación un patio que daba paso al cuarto de los trastos en donde yo disfrutaba con una maqueta del destructor Baleares, barco de guerra hundido por los republicanos del que comentaban había sido náufrago Paco.
Lo primero que hicieron fue buscarme un pupitre en el colegio de las monjas, y allí pude practicar mis primeros ejercicios de escritura. La vida diaria transcurría entre el esfuerzo por los estudios que mostraba Mari-Nieves, la hermosura y simpatía de Rosa-Mari, y mi compañero Paquín que cada día nos expresaba sus habilidades imitando al cura de los Jerónimos, y la verdad es que en eso de decir Misa no se le daba nada mal.
Alguna tarde acompañábamos a Quica a comprar al supermercado de la Marina, muy cerca de nuestra casa. Con ella aprendí a comer sin miramientos, y todos aquellos potajes como las lentejas que no me entraban al principio, acabaron siendo al cabo de unos meses deliciosos manjares para mí, excepto la nata de la leche que es el día de hoy en el que no soy capaz de olvidar el colador.
Quica era una señora maravillosa, paciente, sufridora y delicada pero excelente esposa y una gran madre para todos. Nunca olvidaré su hermoso pelo negro que recogía todos los días en un elaborado moño. En su afán de querer eliminar por todas mis habituales dolencias, me fabricaba unas píldoras a base de miga de pan y limón que lograban engañar a mi delicado estomago.
De mi tío abuelo Paco, como él decía, recuerdo mucho cariño, mucho trabajo, e infinidad de responsabilidades que siempre demostró a lo largo de toda su vida.
Saludos.
Miguel Sánchez del Río González-Anleo