Recorrido repetitivo y continuo desde la estatua de la foca hasta el kiosco era nuestro paseo preferido, tanto para las pandillas o parejas que, desde los diversos puntos de la ciudad avilesina, nos concentrábamos en cualquier momento cuyo tiempo libre nos permitía.
Como si de un tontódromo se tratase, dábamos vueltas y más vueltas hasta que las horas se consumían en función de la compañía y de los temas tratados.
Saludabas a tu paso con el protocolo que correspondía a los amigos, conocidos, a las caras angelicales que te atraían, e incluso al propio Pedro Menéndez que, serio como un palo, todavía muestra su inmortal figura como ejemplo de todos los avilesinos cuyo esfuerzo y valentía fueron conquistadores en tierras lejanas.
En aquella época no nos preocupaba la globalización, ni tampoco el convenio de Bolonia, unos éramos estudiantes y otros alevines de trabajadores, pero teníamos muchas ilusiones y eso nos permitía tener conversaciones puramente positivas sobre los más variados temas de actualidad.
Unos hablaban de fútbol, de la próxima verbena y romería, otros tatareaban canciones de Joan Báez, algunos se enrollaban con sus primeros refrescos y juraban sin perjuicio alguno amor eterno en los bancos del Parque.
En los años setenta, en nuestros bolsillos no había móviles, no había drogas, ni tampoco preservativos, dinero lo justo, en algunos podías encontrar un paquete de celtas o pipas, y en aquellos en los cuales ya se observaban los gustos por las delicatessen, encontrabas algún que otro Chesterfield americano adquirido en los estancos clandestinos sitos en la calle La Ferrería.
Entre todos, planificábamos planes para el sábado y domingo, y ya sonaban las visitas al Greco, el Dulcinea y otros establecimientos que serían el señuelo para atraer a los jóvenes que éramos felices paseando por el Parque del Muelle.
En el balance que la oportunidad nos ofrecía, algunos elegimos la montaña como fiel compañera en las salidas dominicales, y en mi caso nunca me he arrepentido de mi decisión por dos razones, primero por entrar en una comunidad cuyo estandarte era la amistad, y por otro lado que el deporte de aventura siempre ha sido mi debilidad.
Lo cierto es que hoy el Parque lo ves casi vacío y la juventud prefiere otros lugares para frecuentar y practicar sus actividades, sin darse cuenta que en el Parque del Muelle sus árboles, bancos, y plantas mantienen todavía los murmullos de todos los que por allí pasamos practicando nuestra entrañable comunicación.
No estoy en contra de fomentar la concentración en otros barrios y lugares de la villa, pero el jardín de las ilusiones está a disposición de todos y aunque ya no disponga de algunos complementos emblemáticos, su atracción y confesor sin libertad de descalificación lo hacen un lugar entrañable para pasear sin prisas durante estos días espléndidos de primavera. Gracias Parque por haberme hecho tomar decisiones importantes en mi vida.
Espero que las obras que se están acometiendo sean finalmente, un atractivo señuelo para atraer de nuevo a todos los ciudadanos y disfrutar de un espacio público, alegre, seductor, atrayente y con los mobiliarios adecuados para su disfrute y necesidades, incluido baños públicos, zonas verdes, áreas de ejercicio y juegos en las áreas que lo permitan.
De no ser así, revivirá de nuevo nuestra nostalgia de lo que fue, y volverá a convertirse en un lugar de paso triste y deshabitado.
Saludos.
Miguel Sánchez del Río González-Anleo