
Aquella sensación de bienestar interno, capricho, o quizás que me sentía más favorecido, lo cierto es que me negaba a desabrochar el apretado cinturón de la gabardina cuando cruzaba el portal de la casa de mi tía Amelina.
Esa postura negativa me costó más de un disgusto con mi querido padre que, ante mi desobediencia, hacía bajar del cielo al clero completo aunque solo fuese por diez segundos. La Semana Santa estaba cerca y ya se notaban todos los preparativos, ensayos de clarines, limpieza exhaustiva de la capilla San Pedro, desembalaje de los trajes de capuchón, y poner al día las viejas recetas cuyos ingredientes omitían la carne.
El domingo de Ramos era un día muy señalado en la agenda de mi Villa, todo el mundo tenía que estrenar para lucir junto con la palma, la ropa de primavera en consonancia con la tradicional fiesta.
Mi sacrificio empezaba unos días antes cuando tenía que probar los antipáticos zapatos de charol y los pantalones cortos de color blanco haciendo juego con la camisa. Mi abuela Eufrasia, siempre presente, para aportar alguna ayuda en el resultado final de las compras, me daba ánimos, pues comprendía mi impaciencia por salir corriendo de los establecimientos; manía o tradición que todavía conservo al cabo de tantos años.
Llegaba el domingo y desde el Arbolón hasta la Iglesia de San Francisco, pasando por Rivero, aquello era igual que la pasarela Cibeles, mi hermana y yo siempre de la mano, nos dirigíamos hacia la iglesia para bendecir la palma; ella lucía siempre una falda plisada y un gorrito que con su cara de pepona que todavía la hacía más lustrosa.
Lo primero, parada de rigor en casa de Amelia, qué además de nuestra tía era mi madrina y tenía que mostrarle mi nuevo vestuario, recordándole que al regreso yo le traería la palma para colocarla en el balcón y mi hermana se la llevaría a su madrina Maruja. A la vuelta, y después de habernos llevado mi padre a tomar el vermut a casa Máximo donde ponían las mejores anchoas y aceitunas de la villa, era de obligado cumplimiento la compra en la confitería Polledo de aquellos sabrosos pasteles, tradición que mantuvimos durante toda nuestra infancia.
Días después, asistíamos a las procesiones, ocasión única en el año para ver juntos a Jesusín de Galiana, San Pedro, el Cristo de Rivero y La Dolorosa.
El sonido seco de los tambores y arrastrar rítmico de pies de los cofrades nos ponía tristes y nos hacía pensar en el arrepentimiento de nuestras travesuras. Poco iban a durar esas melancolías, pues el lunes “Día del Bollo” –si no llovía- llegaban las carrozas y todo era alegría, estruendo de voladores, ecos de gaitas y tambores, y bailarines cabezudos que nos mostraban sus rígidas pero simpáticas caras de cartón piedra.
Lo mejor estaba por llegar, la hora de ir a recoger el fantástico Bollo. Era toda una sorpresa, pues cada año aumentaban los pisos de aquel sabroso mantecado de pumaceno con variadas figurinas de adorno, y ahí era donde yo me relamía solo con pensar si llevaría alguna de chocolate.
Un amigo de la familia llamado Zarzuelo fue mi primer padrino, pero dadas las circunstancias y lejanía, lo sustituyó mi tío Oscar, el cual supo asumir excelentemente su papel al tratarme desde ese día como su mejor ahijado. Doy las gracias a mis padrinos por haberme hecho pasar momentos tan agradables.
Saludos.
Miguel Sánchez del Río González-Anleo
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