Nada está en su sitio, nada se parece a su estado natural, lo que ayer era blanco hoy es gris o negro, alguien se está preocupando de mover los hilos de tal manera que todo parece transformado. El mundo gira a la misma velocidad, pero en su superficie algo se está alterando de una forma imprevisible, saltándose todas las leyes y normas provocando la incertidumbre y el asombro de todos los que siempre hemos pensado que antes del diez viene el nueve. Las tradiciones respetaban escrupulosamente nuestros gustos y los de nuestros antepasados, transmitiéndose sin pagar derechos de autor todo aquello que representaba los valores intrínsecos de las personas y cosas. En la actualidad, a pesar de tener las herramientas necesarias, no somos capaces de utilizarlas de una forma coherente, bien por falta de formación, bien por no haber leído antes las instrucciones, o por que todo corre tan deprisa que unos minutos antes ya nos sentimos analfabetos de lo que los ingleses llaman el presente continuo. Años atrás todo se respetaba y se transmitía de tal forma que se iba cumpliendo cada fase como si de un procedimiento escrito se tratase. Por ejemplo, cuando éramos unos críos, para degustar un buen pan primero apreciabas su olor a lo largo de toda la calle, tras su demanda en la panadería pagabas su precio justo, a continuación palpabas su esmerada elaboración, poco después degustabas su inigualable sabor, y por último, aplicando un consumo sostenible almacenabas el sobrante en la panera para el resto de la semana, permaneciendo éste con paciencia, inalterable hasta el momento de su consumo. Hoy lo ingerimos semi congelado, no tiene olor, poco sabor, lo podemos comprar en la gasolinera y hasta lo hemos bautizado con peculiares nombres. Ahora lo llamamos baguette, chapata, y pan integral, nada que ver con los bollos de cuernos, richis, y hermosas hogazas que se elaboraban en las panaderías del Chato, Lalo y los Americanos, pasando por el pan que, procedente del occidente de Asturias, acompañaba en sus exquisitos platos el mesón de Antonio y la pulpería Gallega, presentándolo en primer lugar para ir haciendo boca. Recuerdo todavía el sabor del pan que, en abundancia, siempre nos ofrecía mi tía Leónides en Vegadeo, cuyo sabor competía con la suculenta empanada de Aguiyolos y la torta de roxoes que siempre nos ponía de postre. Los hornos de leña han ido desapareciendo en las últimas décadas sin darnos cuenta que sus sustitutos, los eléctricos y la propia conservación del pan por congelación, ha conllevado cambios bruscos de una simple receta “Harina, levadura, agua y sal” cuya elaboración artesanal no solo suponía placer, sino una necesidad. Hay personas que evalúan la personalidad y categoría de los pueblos por la calidad del pan que allí se elabora. Yo soy uno de ellos, y cada vez que tengo la oportunidad de emprender un viaje, lo primero que hago al llegar a un nuevo pueblo, villa o ciudad es preguntar dónde hay una panadería. Múltiples visitas a éste tipo de establecimientos como los ubicados en La Magdalena, Santa María del Mar o Busdongo me costaron algún que otro disgusto con personas que todavía tienen asociado que el pan es motivo de sobre peso. Nada más equivocado, el buen pan es un alimento que además de su exquisitez y múltiples cualidades, admite en su interior todo tipo de vianda que tengas a tu disposición, y si quieres probar algo excepcional, cierra los ojos, y verás que iguala a cualquier sabor que te puedas imaginar en esos momentos. En Asturias todavía quedan signos de respeto por lo artesanal y buenas prácticas para ese bien de de la naturaleza con el que se elabora el pan, pero no agotemos los esfuerzos y lucha de algunos por mantener sus buenas costumbres pues ahora mismo el horno no está para bollos.
Saludos.
Miguel Sánchez del Río González-Anleo
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